El futuro está en nuestras raíces. La novedad del Evangelio en la Europa del III milenio p. Ghislain LAFONT osb
“Unidad en la diversidad, Europa ofrece a los pueblos (que la componen) las mayores posibilidades de proseguir, en el respeto de los derechos individuales y en la conciencia de la responsabilidad hacia las futuras generaciones y el planeta, la gran aventura que hace de él un ámbito privilegiado de la experiencia humana”, Con este texto extraído del Preámbulo de la futura Constitución Europea quisiera empezar mi intervención. Esto, efectivamente coloca la unidad europea en la más amplia perspectiva de una esperanza para la historia del mundo y sus pueblos; prevé un futuro indefinido, un discurrir grandioso en el que todos los valores de los que se hablaba (SS del 2 al 4) serán posibles y adquirirán todo su sentido: derechos humanos, progreso, paz, justicia, solidaridad…El presente feliz del que se enumeran así los componentes esta inscrito en un Futuro absoluto, que no se es capaz de descubrir con mayor precisión, pero que es parte esencial del proyecto europeo. Es esta “esperanza” la que nos garantiza que “la gran aventura” puede seguir en el tiempo presente.
Quisiera empezar nuestra reflexión precisamente desde este punto. Cuando leemos el texto, efectivamente, nuestra fe cristiana nos recuerda que el primer mensaje de Jesús es: “ El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15) Aunque no todas las personas tienen el conocimiento, si para nosotros esta palabra resulta misteriosa, sabemos que “la esperanza humana” de la que habla el Preámbulo que acabamos de leer es el Reino de Dios, su acontecimiento y su cercanía. Creo que entonces en un primer momento podremos decirnos lo que significa para nosotros esta convicción de la fe y qué podemos hacer para mantenerla viva en nuestro corazón. Después deberemos pararnos en el hecho que la Europa en la que vivimos hoy pertenece a un mundo llamado “moderno”, tal vez quizá “post-moderno”. Esta es la Europa en la que debemos trabajar por el Reino: en sentido negativo, no es necesario ni huir, ni rechazar el mundo moderno si queremos hacer entrar un poco de la luz del Evangelio; en sentido positivo, debemos convencernos que es una etapa que Dios y nosotros mismos podemos hacer beneficiosa, si nos empeñamos con discernimiento y con el deseo de que venga una humanidad verdadera a Europa. Nuestras reflexiones nos conducirán a poner a la luz algunas actitudes importantes de nuestro compromiso. Las cito ya: la reconciliación, el diálogo, las Bienaventuranzas.
1. – El Reino del futuro esta en nosotros
Esperar el Reino
La frase de san Marcos que acabo de recordar esta dirigida a nosotros los cristianos y nuestro primer deber hacia Europa es simplemente el de comprender que significa para nosotros y hacerlo referente esencial en nuestras vidas. Entonces estaremos en grado de dar testimonio. Existe efectivamente una paradoja, que está inscrita en nuestras vidas, nuestro tiempo, el tiempo del planeta pero también el de cada uno de nosotros que tiene sentido solo en relación al futuro del Reino. Por otra parte, sin embargo este futuro no se sitúa en la prolongación homogénea de este tiempo, como las estaciones que se siguen una tras la otra: es Dios mismo y solo Él establecerá el Reino definitivo en el momento que solo Él conoce. “No tenemos aquí una ciudad estable” nos recuerda la Carta a los Hebreos (13,14), sin embargo, conservando en el corazón la esperanza de la “patria celeste” (Hebreos 11,16), podremos construir aquí abajo un mundo justo. Es importante comprender hasta el fondo este mensaje y dejarlo que resuene en nuestro corazón para que nuestra actividad concreta en Europa pueda ser de verdad una etapa en la historia de la salvación iniciada con la Creación.
Meditar y vivir el Reino
Por estas razones, tres elementos propiamente espirituales deben dirigir todos nuestros esfuerzos: la celebración de la Eucaristía, la familiaridad con la Escritura y la escucha del Espíritu Santo. Ante todo es la Eucaristía que representa, aquí y ahora para nosotros la salvación de Dios que es el futuro de la historia. En ella, en efecto, hacemos memoria de la Muerte y Resurrección de Jesús y manifestamos la esperanza en su Retorno; nos ofrecemos nosotros mismos, como también la Iglesia y el Mundo, como sacrificio espiritual a Dios y, en la comunión nos hacemos todos juntos Cuerpo de Cristo. También encontramos en la Eucaristía la realización perfecta en Jesús de la Ley fundamental del Reino: dar la vida los unos por los otros, recibir la propia vida los unos de los otros. De este modo, la esperanza del reino no es algo lejano, abstracto, desvinculado de nuestra acción social y política, se nos ha dado precisamente en la Eucaristía y nos da inteligencia y vigor. Esta cercanía de la Eucaristía y a la Eucaristía nos introduce en su segundo elemento de nuestra esperanza activa del Reino, en estos últimos años plenamente revalorizado en la Iglesia; la lectura y la meditación de la Santa Escritura que llamamos con agrado lectio divina. La práctica de los sacramentos queda complementada, en efecto, por la familiaridad con la Biblia, que podemos adquirir ya sea con una asidua lectura personal, ya con la participación en grupos bíblicos.
La experiencia humana nos demuestra que nos convertimos poco a poco en lo que leemos: si leo todos los días el mismo periódico acabaré por hacer mío su modo de presentar los acontecimientos, su “ideología”, su “tendencia”. Si en la literatura de mi país, vuelvo con frecuencia a un mismo autor, me comunicará su sensibilidad su modo de ver la vida sus preguntas y sus dudas, expectativas. Del mismo modo la costumbre de la lectura de la Escritura, de modo especial del Evangelio, nos lleva, sin darnos cuenta, a pensar y a sentir cristianamente, renovando nuestra mentalidad y comunicando lo que San Pablo llama la “sabiduría de Dios” (cf 1Cor 2,7).
Por último, ni la práctica eucarística, ni la lectura de la Escritura dan fruto si no es gracias al Espíritu Santo que Jesús resucitado ha enviado a su Iglesia y misteriosamente ha infundido en el mundo. La invocación al Espíritu, en el silencio de la oración, nos abre a la Revelación íntima de Dios. El espíritu, efectivamente, escruta la profundidad de Dios y nos comunica lo que sabe, de modo que podemos tener, en cualquier circunstancia de la vida, una sensibilidad no solo humana sino también verdaderamente divina respecto al acontecimiento que sucede o a las decisiones que debemos tomar. La persona habituada a invocar al Espíritu Santo está guiada de tal modo que, cualquiera que sea la dificultad o la prueba que halla, su vida es, a fin de cuentas, una aportación positiva al acontecimiento del Reino de Dios.
Participaremos por tanto de manera constructiva y original a la construcción de Europa si la consideramos como una etapa de acontecimiento del Reino. ¡Este modo de ver nos dará mucho más deseos de participar! Sabemos en efecto qué proyecto a realizar se inscribe en el plan de Dios y que podemos poner a su servicio nuestra libertad personal. Pero sabemos también que como con Jesús, partido para instaurar el Reino, ha habido incomprensiones, pruebas, fracasos, males, también para nosotros habrá luchas humanas y espirituales y momentos de “muerte”. Pero el éxito nos espera al final del camino.
La construcción europea
Esta convicción nos autoriza en efecto a considerar la construcción europea un hecho nuevo, un momento significativo en la historia del mundo. Hasta no hace mucho, muchas de las naciones que hoy definimos “europeas” intentaban garantizar un equilibrio más o menos efímero tras su propia violencia, el deseo de autonomía defendido contra la invasión de los otros y, los pueblos más fuertes, la tendencia a afirmar e imponer la propia. La idea que se pudieran unir entre ellos, y eventualmente también con otras naciones vecinas, nos les rozaba siquiera. Hoy, al contrario es una idea universalmente aceptada. El proyecto es por tanto nuevo y es realizable.
2. – Una Europa en la modernidad
El proyecto europeo es un proyecto que se suscribe en la modernidad. Es por tanto mediante la asunción equilibrada de la modernidad que se realizará. No hay que tener miedo de la modernidad, ni intentar retroceder en la historia. El único deber posible es el de discernir qué aceptar y hacer y qué hay que descartar. Semejante labor de discernimiento activo ha sido algo normal en cada momento de la historia. Ningún tiempo pasado es ideal y ningún presente catastrófico.
Ahora quisiera hacer algunas llamadas, al mismo tiempo históricas y teóricas en vistas al discernimiento que estamos llamados a hacer.
La culpa y el perdón
Observamos antes que nada que hay algo en el hombre, en nosotros como en los otros, que no se interesa, no es capaz de interesarse por la vida de aquí abajo. Un historiador de las civilizaciones decía: “el hombre es un animal con la conciencia sucia, inclinado al arrepentimiento y al autocastigo”. Un hombre que no está espontáneamente a gusto ni con los otros ni consigo mismo, ni con la divinidad cualquiera que sea el nombre que se le atribuye. En la historia de los pueblos y de las religiones vemos que tal insatisfacción provoca comportamientos al mismo tiempo rituales y morales, fijados por las tradiciones y a los cuales se esfuerza por ser fiel para no incurrir en la cólera de los dioses (y caer en la desgracia presente) y no comprometer su vida después de la muerte. No se osa tomar iniciativas en la vida social, técnica, personal por temor a que quizá no gusten a los hados o los dioses y pongan en peligro la salvación. La política y la economía se distinguen difícilmente de la religión y el sacerdote, el jefe político, el trabajador, el empresario, están a menudo en conflicto entre ellos en una sociedad donde existen muchos temores.
Durante mucho tiempo, al menos en Occidente y por la mayor parte de la gente, la Revelación Cristiana ha sido interpretada casi exclusivamente en una perspectiva de pecado y perdón, muy parecida a la mentalidad “religiosa” que acabo de recordar.
Respecto a esta, existe un progreso real aunque nunca se esta suficientemente alejados. Será bueno subrayar que, gracias a Jesucristo Dios asegura el perdón para el hombre, le ofrece la posibilidad de la penitencia y le indica los mandamientos por los que podrá conducir una buena vida y ser así salvado. Los sacramentos son el signo de este perdón de los pecadores y la manifestación anticipada del Reino eterno. La Iglesia y en concreto los sacerdotes, son muy importantes porque son ellos que transmiten la enseñanza y los sacramentos. La cuestión de la salvación eterna es predominante y la esperanza está presente por la Redención. Desde esta perspectiva todavía, no se es dado a atribuir mucha importancia a la vida terrena en su realidad humana y en su progreso. Por otra parte, en la mayoría de los casos, el hombre se muestra incapaz de dar forma adecuada a esta vida; como mucho llega a gestionar la violencia. También en este caso la Iglesia intenta intervenir, cuando hay conflictos militares y políticos, para reconciliar a las partes – y eso le confiere una autoridad indirecta en todo lo humano en cuanto que el pecado parece estar omnipresente.
Llegada a la modernidad
La modernidad ha intervenido en el momento en que lo humano en cuanto tal ha empezado a animar a los hombres a prescindir de la problemática inmediata de la salvación. Se puede afirmar que una nueva era de la historia universal ha empezado con la modificación de la imagen del cielo, propuesta por Copérnico y la de la tierra, debida a los Grandes Descubrimientos (finales del siglo XV y principios del XVI). Tomando una cierta distancia con respecto al panorama general del pecado y del perdón, el hombre ha descubierto su propia capacidad de conocer el espacio y el tiempo (ciencia) y de influir en ellos (técnica, comercio, viajes…) La tierra aparece como un espacio por el que merece la pena mobilizar su tiempo y su creatividad. Lo que hoy llamamos aceleración de la historia, deriva de la velocidad cada vez mayor y de la competencia más amplia con que se desarrolla este dominio del hombre, cuya autonomía y libre albedrío saltan por tanto a primer plano.
Se comprende entonces como este movimiento, en el momento que empieza en Europa, en la época del Renacimiento y sucesivamente, haya provocado poco a poco una discusión de las formas políticas y religiosas, en la medida en que estas dan la impresión de tener al hombre en un estado de sumisión; política respecto a los Príncipes y religiosa respecto al Clero. Había, en efecto, en la modernidad al estado naciente una llamada a redefinir las normas políticas y las exigencias religiosas para impedir que, aún persiguiendo el esfuerzo humanista, los hombres cayeran en la anarquía y perdieran de vista su destino fundamental. En otros términos era necesario repensar la doble realidad del pecado y del perdón de modo que no constituyera un obstáculo total al nacimiento de una humanidad distinta.
Dificultades y logros de la modernidad
En realidad, esta nueva construcción política y religiosa se está todavía realizando. Existen aspectos negativos y aspectos positivos La llegada de la modernidad ha renovado la rivalidad endémica entre la Iglesia y el Estado, entre los príncipes por un lado y los obispos, y particularmente el Papa, por otro. La capacidad técnica ha hecho posibles guerras más sanguinarias y no la realización de la paz sobre nuevas bases. La extensión de las posibilidades humanas ha provocado desigualdades sociales cada vez mayores, y la doble gestión del trabajo y del dinero no se ha hecho bien (y sigue sin hacerse bien). El crecimiento de la injusticia y de la violencia parece que va a la par con el crecimiento del poder del hombre, mientras la relación con lo sobrenatural y la preocupación por las metas últimas se han convertido en temas por los que nadie se interesa. Se comprende cómo la tentación de ceder a la desesperación se haya difundido en el mundo.
Todavía, en medio a estas vicisitudes, se han afirmado nuevos valores, que hoy son generalmente aceptados, y advertimos que la verdad del Evangelio, igual que la naturaleza del hombre, nos invitan a vivirlos aunque nos resulte difícil realizarlos. La visión del mundo de aquí abajo que también la Iglesia comparte, prevería la instauración generalizada de una democracia justa que promueva los derechos de todos los hombres: una gestión de la economía al servicio del bien común, cuyo signo de reconocimiento sería el acceso de los más pobres a los bienes de este mundo: un desarrollo de la investigación y de aplicaciones técnicas que considere el bien del hombre como medida y fin… Esta labor en el plano político, social y cultural debería acompañarse de una reforma de las iglesias que sepa reconciliar los valores evangélicos, la humanidad y la gracia del hombre, la autoridad apostólica. Esto, en suma, es el objetivo que se había fijado el Concilio Vaticano II, entre el riesgo de un retorno a una religión fundada en el temor (transformado solo en apariencia) y el de abandonarse a la dinámica atea de un progreso incontrolado; es en este nuevo equilibrio que es necesario trabajar a medio plazo, aunque nunca se consiga plenamente.
Lo que intentaba decir con estas breves pinceladas sobre la modernidad que no trabajaremos por la llegada del Reino de Dios aquí en Europa en tanto no asumiremos el reto actual: nuestra fe será tanto más creíble en su propuesta sobrenatural si contribuirá a crear un orden en el mundo presente y a dar un sentido a nuestra civilización actual. Creo que, para los cristianos, es necesario afrontar el proyecto europeo en esta perspectiva para que llegue a realizarse.
3. – Algunas actitudes esenciales para la construcción de Europa
Después de haber colocado nuestra acción, cualquiera que sea, en el contexto de la fe católica, del proyecto que Dios le confiere y de la Ley del Reino y haber recordado que el proyecto europeo es un momento importante en la historia de la modernidad, quisiera detenerme en tres actitudes que deberían dar un aspecto concreto a nuestra labor cristiana en Europa: reconciliación, diálogo, Bienaventuranzas. Antes de comentarlas, deseo subrayar bien el término que he utilizado: actitudes.
No se trata, en efecto, de un recorrido cronológico, como sí después de habernos reconciliado de una vez, pudiéramos entrar en diálogo sobre lo que hay que hacer y, una vez obtenido un consenso, ponernos a la obra. En realidad, estos tres elementos funcionan unidos.
Aunque haya momentos de reconciliación que marcan etapas, habrá, a pesar de todo, motivos ya sea para el perdón ofrecido, solicitado y recibido, ya sea para la lucha contra el resentimiento y las frustraciones. Cada hombre, cada grupo, cada nación está continuamente en tensión para superar los movimientos, las mentalidades, etc., que se le oponen y aíslan. Los acuerdos, cuando se han alcanzado, ponen en cierto modo al descubierto otros campos donde es necesario escucharse, hablar y, si es posible decidirse juntos.
En fin, las acciones llevadas a cabo no agotarán nunca el proyecto de trabajo por la paz universal, política, económica y social, con sus implicaciones religiosas. He aquí porque he hablado de actitud: es importante verificar continuamente si estamos haciendo una labor de reconciliación, de diálogo y de acción, ayudándonos por otra parte con la armadura de las Bienaventuranzas, que nos permitirá no pararnos a lo largo del camino a causa de las pruebas que necesariamente tendremos que afrontar.
Reconciliación
Cuando uno se para en un Atlas histórico para intentar comprender la génesis de Europa, la primera palabra que viene a la mente – y pronunciándolo siento cierto temor aquí en Sarajevo, donde recientemente ha habido sufrimientos tan grandes – es “reconciliación”. Europa, en las fronteras que provisionalmente hoy le reconocemos, que comprenden todos los países que se hallan al Oeste de Rusia y de Turquía, es un continente herido que se ha construido después de numerosas guerras y muchos muertos, por lo que nos aplastan, aún inconscientemente, bajo el peso de resentimientos y de culpas. Tales acontecimientos pueden ser lejanos o cercanos: hasta que no hayan dado lugar a palabras de perdón pedido y recibido y a perspectivas de nuevas relaciones de convivencia pesan sobre nuestra conciencia de europeos, pero interpelan también nuestra conciencia cristiana y nos remiten fuertemente al Evangelio.
Signos históricos
1. – . La Antigüedad
El necesario volver atrás en el tiempo. En la Antigüedad el mundo civil (no encuentro otra palabra) no ocupaba solamente lo que hoy llamamos Europa sino toda la zona del Mediterráneo. Si nos limitamos a considerar solo a la Iglesia cristiana, esto es lo que encontramos: los primeros Padres de la Iglesia de los que se tiene referencia son Justino, Ignacio de Antioquía, Clemente de Alejandría, Orígenes: por tanto Siria y Egipto. La primera Literatura cristiana que nos llega de Occidente esta escrita en griego: Clemente de Roma, Hipólito de Roma, Ireneo de Lyón. Los primeros Padres que escriben en latín, en cambio son africanos: Tertuliano y Cipriano. En la época de la grande patrística (IV y V siglo) podemos igualmente rodear el Mediterráneo: Atanasio y Cirilo en Egipto, Agustín y Fulgencio en Africa: en Italia encontramos al romano Mario Caio Victorino, el milanés Ambrosio, Paulino de Nola venía del sureste de Galia y Girolano de la costa dálmata. Continuamos el periplo con los Padres de la Capadocia, que vivieron entre Constantinopla y Cesárea, en el extremo del territorio de Anatolia, la actual Turquía.
Esta unidad del mediterráneo empezó a romperse con las invasiones bárbaras, que pusieron a hierro y fuego los países occidentales. El imperio romano de Occidente cayó a finales del Siglo V y a partir de ese momento se empezó a cavar un abismo entre el Occidente bárbaro, en esa época pagano o arriano, y el Oriente ortodoxo. Después, en el siglo VIII llega el Islám, que conquistó y ocupó progresivamente el Imperio de Oriente y fue avanzando hasta regiones que hoy calificamos como europeas, como Bosnia Erzegovina. Se Podría decir que Europa se identifica con los territorios y las naciones que, por un lado, no han sostenido el Oriente griego caído en las manos de los árabes y luego de los turcos y, por otro, han conseguido rechazar los ataques musulmanes, desde la victoria de Poitiers (732 Carlos Martello) hasta la de Viena (1683 Jean Sobieski). Por tanto se constituye al Oeste, con el abandono, más o menos hostil del Oriente.
Por tanto, ya en este primerísimo nivel de constitución histórica de Europa, hay motivos de reconciliación: antes que nada quizá aceptando la historia tal como se ha desarrollado, después intentando llevar una mirada benévola sobre los que nos hemos separado, hemos atacado y vencido o viceversa: el mundo griego y el mundo musulmán. Es un primer nivel de curación de nuestra memoria histórica. Esta reconciliación política, implica una reconciliación religiosa, en cuanto el factor confesional ha tenido un rol relevante en las sociedades pre-modernas, donde siempre es difícil hacer distinción entre política y religión. El diálogo entre cristianos “griegos” y “latinos” en vistas a una verdadera reconciliación en la diferencia y la escucha recíproca y respetuosa entre cristianos y musulmanes forma parte, me parece de una verdadera construcción de Europa, para que se abra, como debe ser también en el Cercano y Medio Oriente, comprendida Rusia, de modo que los ciudadanos de esas regiones sean mejor acogidos cuando vienen a nosotros.
2. – La Europa moderna y contemporánea
Si ahora consideramos a Europa como tal, vemos que en realidad se ha constituido a partir del siglo XIV, En efecto, su formación es contemporánea a la llegada y al desarrollo de la modernidad que, como ya he dicho, se puede definir como una conquista progresiva de la autonomía humana: autonomía de la esfera política, legitimidad de las nacionalidades, percepción inicial de la libertad, de la conciencia y de la historia, llegada de las ciencias exactas y de la técnica. La civilización europea se ha hecho sobre estas bases. El conflicto, sin embargo, ha sido constante y las reconciliaciones nunca duraderas. Los estados europeos, constituidos a partir del siglo XIV, han pasado el tiempo haciendo guerras; para conquistar la hegemonía política los unos sobre los otros, ya se trate de Francia, Inglaterra, Imperio Austro-Húngaro, Prusia; para tener el control del comercio exterior, para formar imperios coloniales. Así, desde el siglo XV al XX, el mapa de Europa no ha dejado de sufrir modificaciones, según los efímeros tratados de paz. Además en el intervalo entre nuestros conflictos internos se han constituido humanamente otros continentes. La acción de Europa en este proceso ha sido positiva, en la medida en que ha llevado a los pueblos que colonizaba el cristianismo y el humanismo moderno. Pero también ha sido muy negativa porque lo ha hecho en función de los intereses políticos y económicos de las naciones enemigas entre ellas, sin respetar la autonomía de las sociedades y de los pueblos conquistados. También en este caso, hay reconciliaciones que cumplir por el pasado, una aceptación de la situación presente y alianzas que crear para un futuro mejor.
3. – Las confesiones religiosas
En el plano religioso las regiones europeas en primer lugar se han unificado en torno a la religión católica. Sería necesario examinar aquí las diferentes causas; el papel positivo, después de la caída del Imperio romano de occidente, de los Papas defensores de las poblaciones de Italia contra los invasores paganos o arrianos; la victoria política de los príncipes católicos, como Clodoveo, Pepino el Breve, Carlo Magno; el desarrollo de los Monasterios católicos, la reforma gregoriana, que unificó la cristiandad desde el siglo XI al XIII… Esta unidad católica se fue disgregando poco a poco, en el momento exacto en que se esbozaba la Europa moderna: el desarrollo de los nacionalismos se enfrenta con la hegemonía papal, que no supo replegarse rápidamente a una posición propiamente religiosa. No se ha hallado equilibrio ente los espirituales franciscanos, los evangelismos de toda clase y una afirmación del papado donde la primacía religiosa, la primacía política, la primacía financiera (fiscalidad) estaban excesivamente mezclados. Por su parte, los estados y las sociedades civiles han hallado muchas dificultades en reconocer a la fe cualquiera que fuese, un espacio social efectivo. Al fin, en el siglo XVI, sucede la Reforma protestante por un lado y una fragmentación del catolicismo a nivel nacional por otro. En el plano de la fe en Europa, hay una extensa labor de reconciliación a conseguir, la misma que ha suscitado el diálogo ecuménico.
Tres signos de Dios para nuestro tiempo
En el siglo XX hay tres signos importantes, en los que podemos ver la mano de Dios, y que dan consistencia a nuestra Esperanza: Dios está verdaderamente con nosotros para construir una Europa y un mundo. El primero es el nacimiento y desarrollo de movimiento ecuménico que ha surgido de la concreción de que el Evangelio no podrá difundirse por el mundo si los discípulos de Jesús no están reconciliados. Sabemos que de la difusión de esta convicción en los ambientes anglo-sajones en las vísperas de la primera guerra mundial hasta la plena reconciliación entre las conferencias cristianas el camino será largo. Pero como dice una exhortación litúrgica “que Dios lleve a cumplimiento lo que ha comenzado en nosotros”. Para cada uno de nosotros, de nuestras comunidades, es como si el ecumenismo fuese parte de la respiración normal y su importancia para la construcción europea es inmensa.
El segundo acontecimiento es la reconciliación franco-alemana, que se perfila ya al terminar la segunda guerra mundial. Se puede decir que ha construido “zócalo duro”, en el que se han podido firmar tratados y emprender realizaciones verdaderamente inimaginables hace sesenta años.
En Europa no solo existen Francia y Alemania, aunque no sabemos exactamente lo que podría haber sucedido si estos dos países se hubieran empecinado en la hostilidad que los enfrentaba desde hacia tiempo.
Por fin, ha sido el Concilio Vaticano II, que llega después de un periodo muy contrastado y rico de la Iglesia desde el Papa León XIII (1878). En toda la Iglesia se opera una especie de desplazamiento concertado: ha comprendido que su vida evangélica y su misión presuponían una revisión de las instituciones, una valoración de la existencia humana en sus dimensiones personales, sociales, políticas, económicas, una apertura al diálogo ecuménico y una actitud que podríamos decir de “dulzura” frente al alma religiosa de cada hombre y de todos los hombres.
Estos tres acontecimientos (y muchos otros relacionados) nos permiten esperar una solución positiva aunque haya todavía tantos conflictos que afligen el mundo, ralentizando también el movimiento europeo. Se nos pide confiar en lo que Dios ha hecho y los hombres han construido en un pasado reciente. En vez de alimentar el resentimiento y aceptar todas las diferencias nacidas de la historia y de la cultura, diferencias que existen siempre, es preferible intentar seguir el camino de Europa emprendido por las generaciones que nos han precedido. Es nuestro deber actuar para que Europa no se construya en contraposición a los otros continentes: contra los Estados Unidos que se ha convertido en extremadamente potente, contra Rusia, que podría volver a ser amenazante, contra el Extremo Oriente, del que empezamos a ver un movimiento que podría sumergirnos, contra Africa, que terminaremos con hacerla ahogar en sus dificultades en vez de ayudarla a promocionar sus recursos. La experiencia de la historia nos ha demostrado que nada de lo que se ha hecho “contra” produce efectos duraderos de paz. Si deseamos una Europa fuerte y tranquila es para que pueda ser un elemento sólido en las relaciones mundiales, relaciones en las que ningún continente intente dominar a los otros sino que haya intercambios, ofreciendo lo que tienen y recibiendo lo que les falta. La formación de Europa constituirá entonces una aportación esencial al desarrollo pacífico del mundo.
El Diálogo
La escucha
Hoy se habla mucho de diálogo y si se habla es porque ya se practica. Esta es una actitud nueva y muy difícil. En efecto, que se trate del aspecto personal, político y, quizá todavía más religioso, la tendencia espontanea es siempre la de afirmarse a si mismos, decir nuestra verdad y, en el mejor de los casos, de animar a otros a adherirse. En realidad, la primera palabra en materia de diálogo es la misma con que empieza la confesión de fe bíblica “Escucha, Israel”. Si pienso que mí verdad es la verdad no hay razón para que escuchen los otros, pero entonces ¡no habrá diálogo! El diálogo consiste en el encuentro de personas que a turnos se escuchan y se hablan, para buscar juntas lo que es verdadero: por el pasado, del que cada cual evoca la riqueza pero también las heridas, con el objetivo de conseguir un perdón reciproco: por el presente, para descubrir una verdad necesariamente parcial sobre la que se toma el acuerdo de una acción que se pueda emprender en común.
En el diálogo por tanto se escucha, o sea se intenta dar una acogida real y benévola al mensaje de los otros y reconocerle el valor. Se dice lo que es verdadero o auspiciable asumiéndolo personalmente y al mismo tiempo con cierta discreción: se está convencido de lo que se afirma pero no se intenta imponer esta convicción. En otras palabras, en el diálogo se trata de proponer y testimoniar, por un lado, y de tener confianza y adherirse por otro.
El desacuerdo
Para ilustrar esta actitud de diálogo, puede ser útil examinar el caso en que no será posible llegar a un acuerdo sustancial, aun en puntos que consideremos esenciales. Y sin embargo, también en este caso, el intercambio de palabras en el respeto y el amor, tiene un gran valor. Tal divergencia conduce a reflexionar sobre las propias convicciones personales para comprenderlas y situarlas mejor, para colocarlas en la humildad. Esta lleva también a guardar silencio y quedar como admirados ante las convicciones del otro, del que se acepta sin comentarios su posición: “Nada es más grande – decía un sabio musulmán – del diálogo entre personas que son fieles a su fe y la intercambian paradógicamente sin concesiones para llegar a la verdad”. Quizá en este caso, se consigue un acuerdo más allá de las palabras: sobre la verdad que no se puede decir.
El acuerdo y el compromiso
Todavía, a excepción de estos casos extremos, el diálogo conduce a un cierto acuerdo. Podemos notar enseguida que esta palabra que tiene una resonancia intelectual, deriva del latín cor, corazón, y es lo que le confiere una armonía efectiva. Se puede por tanto llegar a una distribución común, a una plataforma que todos puedan aceptar, aunque no complazca plenamente a nadie. Entonces se podrá pensar en una acción común que casi siempre es un “compromiso”.
Esta palabra tiene una connotación peyorativa en muchos idiomas; significa que, dado que nadie esta totalmente de acuerdo, nadie tampoco está satisfecho. En realidad, el significado etimológico de la palabra “compromiso” es “lo que podemos prometer juntos”. Ciertamente no es lo mejor que se pueda desear pero se piensa justamente que sea preferible ser y actuar con otros a costa de una cierta disminución de la propia satisfacción (personal o de grupo), que quedarse solos.
La practica concreta del diálogo
Será necesario decir algo sobre las dimensiones que pueden adquirir el acuerdo y la acción. Es posible que, a gran escala, el acuerdo teórico y el compromiso práctico sean difíciles, si no imposibles, de alcanzar. Las heridas del pasado son demasiado grandes y la reconciliación todavía lejana, o quizá las divergencias, sobre todo religiosas, sean insuperables y no puedan conducir a un acuerdo entre los grupos. Del resto, a estos niveles, las palabras y los compromisos corresponden a los responsables importantes, políticos y religiosos, y nosotros tenemos poca influencia sobre ellos. Las dificultades que, a pesar de todo pueden existir en este plano dejan la puerta abierta a la posibilidad de encuentros entre los que podemos definir los hombres medios, su espacio, su ambiente, sus intereses familiares y profesionales, su religión. Bien, pues es en este nivel donde se sitúan entre otros, los grupos parroquiales, diocesanos de Acción Católica. Creo que en la realidad de los hechos, el verdadero diálogo tiene lugar de modo discreto, invisible, a nivel de una o dos familias, de un pueblo, de una pequeña empresa, etc. Los grandes diálogos, los de las naciones europeas, de sus iglesias, de sus sinagogas, de sus mezquitas, no tienen un peso real si no están precedidos, sostenidos y seguidos por los esfuerzos modestos de cada uno en su propio ambiente. La escucha, la acogida, la propuesta, el testimonio, son valores de cada día para todos y es esta la posibilidad concreta que fortalece nuestra esperanza.
Las Bienaventuranzas
Es necesario, por tanto participar en la construcción de una Europa verdaderamente moderna, o sea que no retroceda frente a la ciencia, a la técnica, a la economía, a la libertad, pero también reconciliada y dialogante, donde las distintas naciones, sus esfuerzos, sus empresas, sus fes religiosas se escuchan, en otras palabras dejan espacio a los otros en lugar de afirmarse de modo exclusivo. Este es el secreto de la comunión o de la comunidad: el hecho de unirse, de reunirse no sucede sin renuncia. También en el nivel político y social, “quien pierde su vida la gana” por cuanto se pierde a nivel individual (ya se trate de individualismo personal, colectivo, nacional, religioso), se encuentra a nivel de colectividad, instituida por la libertad de formar un “nosotros” en vez de amurallarse en el “yo”. Y como ya hemos dicho, un primer espacio de estos diálogos es el de las reconciliaciones que hay que realizar.
En este punto el Evangelio acude en nuestra ayuda. Nos propone, en efecto, las Bienaventuranzas, que, lejos de estar reservadas a un espacio propiamente religioso, constituye ya sea la Ley del Reino que vendrá, ya el modo según el que la iglesia puede y quiere vivir, o un conjunto de normas válidas universalmente, y que muchos hombres, sin siquiera conocerlas, observan porque siguen la ley del corazón en lo que mejor tiene. Las Bienaventuranzas nos dicen que la felicidad no se halla donde creemos poder encontrarla. La colocan por un lado en la pobreza, en la aflicción, justicia, la persecución y, por otro, en la mansedumbre, la pureza de corazón, el trabajo por la paz, la misericordia. Si fuera necesario, en la perspectiva de este encuentro, elegir una de las Bienaventuranzas, la más adecuada al trabajo por una Europa reconciliada y dinámica, elegiría gustosamente la de la mansedumbre: “Bienaventurados los mansos porque heredarán la tierra”. La mansedumbre, efectivamente, proviene de una lucha determinada y tranquila contra todas las violencias. Determinada, en cuanto que las violencias no solo físicas o militares, sino también económicas y sociales, no desaparecerán solas. Tranquila, porque no es necesario oponer una violencia a otra, con el pretexto de hacerla desaparecer: la fuerza verdadera es dulce. Nosotros lo sabemos, si no por experiencia directa, al menos mediante la de los hombres y mujeres mansos que hemos podido conocer. El Evangelio nos anuncia que esta determinación dulce nos garantiza poseer en herencia la tierra: no una posesión sobre la que poner las manos sino un señorío que pone todo a disposición de todos. Una Europa verdadera sería, por tanto, una Europa de la mansedumbre.
Al finalizar mi intervención, me gustaría decir, que la construcción de Europa no es más que una “ocasión” que aferrar. Si la consideramos en una amplia perspectiva histórica, nos damos cuenta que se trata más bien de un “don de Dios” que acoger y realizar. Constituye un “momento” (Kairos) no solo de la historia de los hombres, sino también de la dinámica de la salvación que conduce hacia el Reino. Por estas razones he insistido en dos aspectos, ambos muy importantes. En primer lugar la meditación espiritual del Reino, con la Eucaristía y la Escritura que nos hacen misteriosamente presente la realidad hacia la cual esta caminando Europa: su gran “esperanza humana”.
Después, la aceptación seria y crítica de la modernidad en la que hoy se coloca Europa y el mundo; es preciso resistir a la tentación de pensar en Europa en la perspectiva de un retorno imaginario hacia una época ideal que nunca ha existido. Labor de todos los europeos es contribuir hacer que la realidad de la modernidad – libertad, historia, ciencia, técnica… – sean gestionadas en tal modo de dar vida a un verdadero humanismo. Y entre los europeos, nosotros los cristianos tenemos propuestas que hacer, que muchos, consciente o inconscientemente, esperan.
Sabemos finalmente que, como toda gran obra, la construcción de Europa exige mucho. El testimonio del Evangelio puede ayudarnos en este contexto porque el término “renuncia” no da miedo a los cristianos y, aunque los atemorice, el temor puede ser dominado gracias al ejemplo de Cristo y a la gracia del Espíritu. Renunciar a los resentimientos, a los más antiguos como a los más recientes y trabajar firmemente, en el pequeño espacio donde cada uno nos encontramos, por la reconciliación. Renunciar a toda violencia al proponer la verdad, y ponernos constantemente en un clima de escucha y de diálogo. Hallar en la meditación de las Bienaventuranzas el secreto, no solo de nuestra fuerza y perseverancia sino también de la felicidad que encontraremos al consagrarnos a este deber, político y social, del que sabemos que conduce hacia el Reino y que, en cierto modo, puede hacerlo ya presente.
III Encuentro Europa-Mediterràneo
POR UNA EUROPA FRATERNA. El contributo de la Acción Católica •Sarajevo, de septiembre 2003
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